Gárgolas insomnes

Marzo 10 de 2008

El martes pasado fui a ver Los albañiles, de Jorge Fons, en la sala seis de la Cineteca Nacional. Como suele ocurrir, el sonido era de pésima calidad y estaba tan fuerte que tuve que taparme los oídos de principio a fin. Además toleré que un tarado se riera a carcajadas y aplaudiera al mismo tiempo. Detrás de mí, dos parejas pateaban los asientos como desquiciados. A mitad de la función, uno de ellos se puso a platicar con singular confianza (como en una cantina, en medio del escándalo), hasta que troné; entonces guardó silencio y se quedó quieto.

Al terminar la película, había tres botes de cerveza, uno en cada asiento, algo nunca visto hasta hoy, al menos por mí. Alguien había dejado el programa del mes y otro folleto, quizá el oligofrénico de las carcajadas y los aplausos. Entró un policía y le pregunté si ya se permitía beber cerveza en las salas, a lo que respondió que no, pero que la gente lo hacía de todos modos; que una vez metieron cuatro caguamas en una bolsa y dejaron las botellas en la sala.

El policía me informó también que, al parecer, el área de no fumar, una especie de antesala en donde tenían lugar las llamadas "charlas de café", sería rentada (obviamente, a una empresa privada) para hacer de ese espacio un bar, lo que me hace sospechar -ingenuo como soy- que la Cineteca Nacional será privatizada gradualmente. ¿Y por qué no? Si los golpistas a nivel nacional pretenden hacer del estado de excepción en Oaxaca la regla general en México para lucrar con el petróleo, principalmente, ¿por qué no habrían de convertir este recinto institucional en otro Manacar sus secuestradores actuales? En muchos aspectos ya lo hicieron, pero con "video digital" (eufemismo técnico de formato en desuso), al cabo quién distingue entre alimento de calidad para el espíritu y una vil agresión a los sentidos.

Hablaba yo con el policía cuando salió el proyeccionista y le dije: "Oye, mano, ¿qué tiene que ocurrir para que te des cuenta de que el sonido lastima los oídos?". Así comenzó un lamentable desencuentro. Entre otras sandeces ofensivas, el cácaro balbuceó que la película era muy vieja y por eso había que poner el sonido muy fuerte, que yo no podía decirle cómo hacer su trabajo, que tal vez me había sentado junto a los que bebían cerveza y por eso estaba molesto, que ellos me habían molestado. "¿A poco a usted le revisan la mochila? Voy a acusarlo con mi jefe para que ya no lo dejen entrar". Y, aunque había terminado su jornada, intentó cerrar su caudal de incoherencia demencial y deshonesta con la siguiente frase: "y no voy a seguir perdiendo tiempo, hablando con usted", a lo cual contesté: "Vete a la verga, pendejo" Entonces enloqueció más o, como dice mi pueblo, se exaltó "su de por sí".

Además de exigir que haga bien su trabajo (quizá en un cine porno), puedo asegurar públicamente que si un médico imparcial revisara los oídos de este fulano comprobaría que los privatizadores en ciernes tienen empleados incompetentes (así les han de salir más baratos), sin las mínimas facultades que requiere, entre otras cosas, proyectar una película. A las pruebas me remito, inclusive para medir el coeficiente mental de esta gente, mientras descubro que sus ojos -extensiones del cerebro, por cierto- tampoco funcionan del todo bien en estos casos (1).

Por lo pronto, mi error de hablar con un microcéfalo confirma que los proyeccionistas son de un nivel inferior al de los policías y el personal de limpieza, y por eso ocurre lo que ocurre, pero también por el bajo nivel de los altos mandos. El hecho de que su director general, por mencionar un ejemplo, culpe de la disminución cuantitativa del público a un camión de naranjas, explica la disminución cualitativa del público. El hecho de que el mismo personaje, por mencionar otro ejemplo, promueva sus libros con recursos de la Cineteca Nacional, o lo hagan sus empleados, habla de la ética y la honestidad que, además de talento, faltan aquí.

El hecho de que haya un buzón de "quejas y sugerencias" para los empleados y no para el público es tan significativo como grotesco. Así los cácaros pueden quejarse de quienes les reclamen y sugerir que ya no los dejen entrar, y yo puedo quejarme de ellos y sugerir que, a partir de ahora, llamemos ácaros a los cácaros, por haber envilecido este noble oficio, tanto como sus jefes.

Si yo no demandara que se vayan todos, empezando por el pésimo crítico de cine y burócrata peor, Leonardo García Tsao, le preguntaría al "subdirector de operación de salas", Ernesto Favela Escalante: "¿Cuánto tiempo tiene usted trabajando aquí? ¿No será momento de retirarse ya? Si usted es el principal responsable de que los proyeccionistas sean literalmente unos descerebrados, quizá la solución sea que usted se vaya".

¿Qué será más fácil: prohibirme la entrada o echar de este lugar a los maestros del autosabotaje, la deshonra, la soberbia, la prepotencia y la estulticia infrahumana o estupidez rayana con la demencia? ¿Será tan difícil de entender que la Cineteca Nacional es mía, más que de ellos? Tarde o temprano, terminarán haciéndolo, porque al caminar de regreso a donde ahora escribo este coraje, decidí llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

[] Iván Rincón 21:17 PM

(1) Actualización al viernes 14 de marzo. Acabo de ver Promesas peligrosas, de Cronenberg. Como siempre sucede en las salas uno y dos, que son las más grandes, la proyección de la cinta estaba fuera de cuadro, además de verse oscura y escucharse mal. Al principio, la imagen era tan grande que hasta los subtítulos quedaban debajo de la pantalla. El cácaro ajustó el tamaño, pero dejó fuera una parte. Entonces salí y le dije a la mujer de la dulcería lo que estaba pasando, y ella a su vez le gritó al cácaro desde el pasillo: "¡Que está mal enfocada (sic) la película!", a lo que otro grito contestó: "¡Está bien, aquí la estoy viendo!" Y la imagen siguió fuera de cuadro hasta el final.

Fui a la Subdirección de Operación de Salas, reclamé y me dijeron que iban a corregir el asunto, así que volví a ver la película con la imagen... ¿cómo creen ustedes? A ver. ¡Adivinaron! Opaca y fuera de cuadro, sin el más mínimo cambio.

Ejemplos como este, abundan en el anecdotario.

[] Iván Rincón 27:69 FM

Lo que sigue es una carta que envié por distintas vías a distintas instancias del próximo video bar que todavía se llama Cineteca Nacional, carta que no ha respondido nadie, por supuesto, faltaba más. A riesgo de ser redundante, reiterativo hasta el aburrimiento, el cansansio y la náusea, demasiado insistente y todo eso, la publico para que la botella con mensaje de naúfrago no se quede flotando en el mar.

México, D.F. Miércoles 27 de febrero de 2008.

A quien corresponda:

Ayer vi la película Mi madre, de Christophe Honoré, en la sala seis a las nueve de la noche. Hacia el final (mutilado, por cierto), el nivel del sonido fue aumentando hasta lastimar los oídos. Como es tradición aquí, nadie hizo nada al respecto. Siempre ocurre algo por el estilo en esas salas (las tres que están juntas). Otras veces, la imagen se desenfoca a mitad de la película y empeora progresivamente hasta que acaba todo y los ojos descansan por fin. Esta vez la agresión fue para los oídos y para que uno se acostumbre a salir con dolor de cabeza. Cuando no defraudan al público con exhibiciones en DVD (sin extender la imagen a lo ancho, en el peor de los casos), lo ofenden con fallas técnicas que no son tolerables en ningún lado y de ningún modo, pero nadie nunca ofrece disculpas ni explicaciones, a menos que alguien las pida y le vean la cara de imbécil, cuando la imbecilidad que desgobierna la Cineteca Nacional parece hacerse una con la deshonestidad y la soberbia.

En general, es demasiado lo que hay que padecer cuando uno vuelve a este recinto. Para empezar, las películas siempre se proyectan opacas y oscuras, y a partir de ese hecho (que antes criticaba el director general en turno), los motivos de queja son innumerables, como para escribir un libro que nadie leería...

¿Por qué no se dedican mejor a otra cosa, digamos, a vender palomitas de maíz en buen estado, que no causen diarrea, o naranjas a buen precio en el eje vial, algo que no eche a perder el cine y respete a su público?

Esa es mi queja, y mi sugerencia es que se vayan todos de aquí, porque ya está visto que ni entre todos se hace uno que esté a la altura de lo que debería ser la Cineteca, porque les queda inmenso el paquete.

Atentamente, Iván Rincón Espríu

PD. Me permití dejar este mensaje en el buzón para "quejas y sugerencias" de los "empleados" porque no veo en ningún lado algo para que el público pueda hacer lo mismo. El mensaje lo dejé hoy a las 22:45 horas, después de ver Cobrador, de Paul Leduc, en la sala uno con la imagen más grande que la pantalla, o sea, con una pedazo proyectado en el muro, o sea, lo normal aquí.

[] Iván Rincón 21:17 PM

Marzo 5 de 2008

Ejercicio de intolerancia

A la información imprescindible que sistematiza y resume Arnoldo Kraus, hay que agregar que los fumadores son una minoría de imbéciles que creen tener derecho a chingar al resto de la humanidad nomás porque son imbéciles. Claro que eso no lo dice el doctor Kraus porque es un caballero, pero yo soy un barbaján... En resumen, el cigarro mata y los fumadores también (no solo las tabacaleras, que denuncia don Arnoldo y, en efecto, son éticamente comparables con cualquier otro ramo del tráfico de muerte, como el de órganos humanos, armas o drogas ilegales -que no por ser ilegales hacen más daño que el tabaco-, negocios generalmente relacionados con el genocidio, el ecocidio, el saqueo de recursos naturales, la trata de negros y blancas, la pederastia y otras formas de esclavitud, a su vez ligados con el poder político-policiaco-militar). En otras palabras, el cigarro es un arma y los fumadores son asesinos. Punto.

Sigan fumando, bola de pendejos (perdón, quise decir débiles mentales y sin voluntad), pero primero lean el artículo de Arnoldo Kraus y la nota de La Jornada, o el medio de su preferencia, sobre la nueva ley al respecto. Personalmente, yo preferiría matar en defensa propia y de manera expedita a los fumadores. Eso sería molto boñito.

[] Iván Rincón 20:22 PM

Marzo 3 de 2008

Esperpento de pesadilla, monstruo abominable, bestia con distrofia, mi vecina camina como si aplastara cucarachas, o sea, seres de su especie, pero en miniatura, y cada paso suyo, cada pisotón, cimbra el edificio, hace ladrar a los perros histéricamente y volar a las palomas despavoridas. Horrible criatura, espantoso engendro, repulsivo adefesio de indescriptible fealdad, tan aberrante como la ley Televisa o la reforma perjudicial, más conocida como ley Gestapo, su inflamación abdominal es un golpe a los ojos, sus ojos de ojeroso pejesapo son asomos de monstruosidad también interna. Lesbiana ella, marica su hermano, invierten los papeles en el incesto, y ambos azotan la puerta de su agujero cada vez que salen, y la del zaguán cinco veces consecutivas, porque nunca cierra a la primera y ellos tienen mucha prisa, tanta que siempre olvidan algo, regresan y azotan la puerta de nuevo y el zaguán otras cinco veces, cuando estoy escribiendo, leyendo o tratando de dormir y no encuentro una vía serena para explicarles que me agreden y tengo derecho a responder sus agresiones con la misma violencia, pero a mi manera y acumulada, sumada, multiplicada, con ira consciente de su destrucción. Causa y efecto.

Qué bonito sería matarlos a patadas como ratas, o aplastarlos como cucarachas, o reventarlos como sapos contra los pasillos o las escaleras del edificio, ya que los pasillos y las escaleras no devuelven los pisotones, y las puertas no contestan los golpes. Ah, cuán hermoso habría de ser que yo pudiera responder con mi propio veneno el de los vecinos putrefactos y podridos que avientan por la ventana su putrefacción y podredumbre cotidianamente, hijos de su pútrida madre, para que mueran lentamente, aunque no tan lento como yo. Sería muy lindo que la gente sintiera dolor cada vez que hace daño a alguien. Causa y efecto, dije.

Ojalá hubiera una ley que permitiera el allanamiento de morada -balacera mediante- para hacer justicia por propia mano sin necesidad de juez ni policía contra las hordas que no piensan en los demás o, mejor dicho, no piensan. Ojalá que una reforma constitucional proscribiera a los fumadores y a todos los que, desde su fábrica de pestilencia y ruido, llámese guarida, oficina, casa o departamento, contaminan el aire de todos, ya sea con humo, amoniaco o cloro, thinner y pintura, gasolina, gas, basura a la intemperie y su respectiva concurrencia de bichos, y saturan el ambiente con "música" estridente y gritería demencial, o atacan en la calle al resto del mundo con las emanaciones tóxicas y el estruendo de motores, cláxones y alarmas de sus carros, o las heces de sus perros, los ladridos de sus perros, las mordidas de sus perros, o sea, la puesta en práctica de su aprendizaje.

Ojalá hubiera un castigo divino para esperpénticos fenómenos como el que tengo por vecina por el pecado irredimible y mortal de existir. Ojalá existiera la justicia para que hiciera sufrir desde artritis o migraña, un simple dolor de muelas o almorranas, hasta la muerte más cruel, tanto a quienes golpean y les gritan a sus hijos como a quienes ordenan la destrucción de una civilización entera; tanto a los conductores que invaden el paso de los peatones como a los terroristas de Estado; tanto a quienes traicionan la confianza personal como a los que apuñalan por la espalda los procesos de paz (llámense Álvaro Uribe o Ernesto Zedillo), o usurpan el gobierno y se roban la nación, entregan el poder a la policía y el ejército, se alían con el crimen organizado, reforman la Constitución y las leyes para su beneficio particular en detrimento del pueblo... los que no hacen más que daño, desde mis vecinos y las "autoridades" que están arrasando con los árboles, hasta la familia Bush y su mafia internacional de lacayos.

Ojalá fuera yo el personaje interpretado por Richard Burton en El toque de Medusa (1978), de Jack Gold, para que mi odio castigara a quienes castigo merecen, a través de telequinesis. Qué bonito sería empezar con los que me obligan a respirar su veneno y la bestia con distrofia que patea el piso y avienta la puerta y el cancel cada vez que sale, o pone su televisor a todo volumen cuando no sale. ¡Muéranse ya, pinches alimañas!, les gritaría yo, y las alimañas se aventarían por la ventana o pasarían el filo de un cuchillo por su cuello o se meterían un tiro por la boca o tragarían de golpe las treinta pastillas que contiene una caja de Halcion y las bajarían por su garganta con grandes tragos de alcohol sin agua ni hielo, ni jugo ni otro refresco. ¿Verdad que sería muy lindo? Ah, ojalá fuera posible la utopía de la soledad.

¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer!

PD. Lo del incesto, obviamente, lo dije nomás por chingar. En realidad, se trata más bien de un caso en que la virginidad rebasa los cincuenta años y la animalidad mi tolerancia.

[] Iván Rincón 10:49 PM

Febrero 11 de 2008

Al terminar la fiesta que me torturaba desde lejos con su karaoke sadomasoquista, cerré los ojos y pensé que había llegado por fin la hora del remanso etílico, mi romance con la noche, cuando una punzada en el hígado me hizo reaccionar y, al abrirlos de nuevo, estaba acostado en la banqueta. El sol hirió mi frente con un destello cegador, mientras cuatro vestidas de huipil y enagua trataban de quitarme el reloj. "Para que no te lo roben", explicaron. Furibundo, me levanté de un salto, pero alguien movió el piso y volví a caer. Una imagen difusa pasó de las enaguas a las ensangrentadas sábanas de una doncella desflorada y de ahí a la inmensa hamaca de una tabernera cuarentona con el cabello hasta la cintura, caderas de yegua y senos como volcanes activos. Cerveza en mano, la mujer lloraba canciones y penas acapella, antes de que unas cortinas de terciopelo me hicieran sentir encerrado en alguna película de Linch.

Los gatos que, al fornicar, parecen imitar el llanto de los bebés, me recordaron que estaba en Ciudad Gasolina. Una vez de regreso a mi ambiente, cambié de posición en la cama y sentí la presencia de otro cuerpo. Recordé la cruda pesadilla de Jane Fonda al despertar de la inconsciencia alcohólica en A la mañana siguiente... y el instinto activó un resorte. Al abrir los ojos, me hallaba de nuevo en Juchitán, esta vez de noche. Era el puesto vacío de una vela cercana a su final. Una muchacha delgada y muy morena me miraba de pie con una bandeja en la mano. Sin hablar, me ofrecía huevos de tortuga. Desde el fondo del letargo, balbucí que era un crimen comer eso. "Es lo único que puedo ofrecerles", replicó ella tímidamente. "Yo sí quiero", dijo un viejo pintor que despertaba, medio ciego y babeante, justo a mi lado. La muchacha me miró intensamente y preguntó: "¿Quieres un traguito de mezcal, o eso también es malo?" Respondí que sí quería y, en la espera, volví a dormirme.

-En la espera, te pediría: "No te desnudes todavía" -cantaba Auté al final de un mensaje que le envió el ocurrente Subcomandante Marcos al explotador Paco Huerta... valga la digresión.

Y soñé que caminaba por la cañada de Guadalupe Tepeyac en pos de una entevista con los zapatistas en enero de 1994 y dejaba caer mi infinito cansancio en un pasto paradisíaco a mi regreso. Algo me hizo abrir los ojos y, entre la hiriente luz solar, distinguí a dos ángeles en formas de niñas que me ofrecían limas. ¿Qué? ¿En dónde estoy? ¿Qué mundo es este?

Años después, entendí que la espontánea generosidad de aquella gente era la normalidad de su mundo, al que me invitaban con la magia sutil de sus ofrecimientos, aparentemente ingenuos. Y nunca me integré, por supuesto, ni siquiera lo intenté, desde luego, porque soy de otra especie, una muy otra, que no sabe de limas para un desconocido al que aliviaron o alivianaron, porque había caminado de ida y vuelta por una cañada entera de la "selva" Lacandona, y tampoco sabe de mezcal a cambio de huevos de tortuga ni, muchos menos, de uñas adolescentes que rascan la cabeza de uno para que despierte. Sabe de patrulleros infrahumanos, irracionales, brutos y brutales, por no decir rabiosos, que lo agraden por detenerse a descansar en una banca, en un parque, una noche de desesperación y desesperanza en Ciudad Bestia...

¿Limas? ¡Lo que requiero urgentemente es que alguien me saque a caballo de aquí, porque ya extraño mi infierno! Pero nadie me sacó. Tuve que hacerlo a pie y, más adelante, una pareja de señores me esperaba a las puertas de su choza con un plato cubierto en la mano. "¿Quiere usted?". Me ofrecían chayotes pelados. !Quieren corromperme! ¿Verdad? En contra de mis principios, los acepté y qué ricos estaban, qué estimulantes resultaron. Por lo visto, esta gente, además de generosa, es simplemente sabia, y nomás de verme caminar desde lejos con el sol a cuestas...

Una hora más adelante, a pesar de los chayotes y las limas, dejé caer mis restos al abismo, y me perdí. Asido a la única tabla que podía salvarme del naufragio en este mar desbordante de soledad (el instinto siempre en juego), me busqué entre las sombras del tiempo y los atisbos de pesadilla que dejaban pasar las persianas del cuarto a mi sueño... cuando una voz anunció: "¡Hay que operar! ¡Preparen el quirófano!". Entonces me levanté corriendo y abrí corriendo una botella de vino, que también corría... Ah. Ojalá pudiera despertar de veras y beber siquiera el Sendero avinagrado que, junto con la comida descompuesta, guardo en el refrigerador, ya que no tengo fuerzas ni dinero para salir a comprar una botella de Perinet, el delicioso vino del exquisito Serrat, para terminar cantando con voz de cabra "que Dios nos dé salud para poder beber", y ser objeto del pletórico milagro. ¡Sí, sí, mucha salud, mucha! ¡Aleluya, hermanos, cantemos aleluya, y digamos salud!

Cuando al fin desperté, había en la mesa dos libros de cine y una pila de películas, que trajo mi padre mientras yo dormía y deliraba, así como un verso en mi memoria: "Yo no sé qué culpa quieres pagar"... pero el infierno todavía estaba aquí.

[] Iván Rincón 11:29 PM

Febrero 7 de 2008

Las musas tienen sed (primera parte)

Hasta el vinagre es sagrado en días y noches de rosas en el fango

Una vez acabé con una botella de ron bajo la regadera, como el personaje de Nicolas Cage en Adiós a Las Vegas, de Mike Figgis (1995). Parecido. "Fea como la soledad de los enfermos", cantaba Patxi Andión, acoplándose, mientras el autor de este recuerdo tocaba fondo. La soledad es dulce como el llanto, salada como las lágrimas y amarga como el fracaso, pensé después. Curiosamente, no había visto aún aquella película. Había visto, en cambio, una secuencia de Días de vino y rosas, de Blake Edwards (1962), quizá en la adolescencia. El personaje interpretado por Jack Lemmon, sentado en un sillón, miraba desde su ebriedad alucinante el hoyo de la pared que tenía enfrente, de donde asomaba tímidamente la cara de un ratón. El beodo sonreía con simpatía identitaria por el roedor, cuando llegaba un murciélago y, bajo sus alas palpitantes, la espesa sangre de la presa pintaba un hilo derramado sobre la pared. El patético borracho pasaba de la sonrisa al berrido y de ahí al alarido ahogado sordamente, sin levantarse del sillón. Y yo padecía entonces un pequeño trauma, como tantos otros que me ha causado el cine y que, a pesar de la vida real, siguen desbordando mi congestionada memoria. Ah. La soledad es tan grande como el vacío que invade mi alma y tan pequeña como la gente que nos rodea, medité más tarde.

Al salir del baño, recordé la imagen de Charles Bukowski, bebiendo whisky a pico de botella, mientras el desproporcionado aparato de seguridad "nacional" de un país tan pobre que ni siquiera tiene nombre (Estados Unidos) se convulsionaba con las disertaciones ebrias del sórdido poeta. En el colmo de la digresión etílica, recordé también a José Alfredo Jiménez en un período de abstinencia, luego de que le detectaran la cirrosis hepática que acabaría con sus días y noches de esplendor y decadencia, alborada y ocaso. "¡Que me sirvan de una vez pa' todo el año, que me pienso seriamente emborrachar!". Los clásicos terminan siendo lugares comunes, me cayó el veinte, y la imitación repetitiva entierra los emblemas... El compositor de los emblemáticos versos: "la vida no vale nada, no vale nada la vida" (copiados por Pablo Milanés), había decidido que, sin alcohol, efectivamente, nada tenía sentido, todo valía un carajo. Lo mismo decidió Lucha Reyes, "La Tequilera", uno de los iconos mexicanos más representativos de la bohemia (como se refieren eufemísticamente los artistas al alcoholismo), que terminó suicidándose a la edad de 38 años, destrozada por la bebida y, entre otras desgracias, la imposibilidad de tener un hijo propio. "Hay cosas que fueron hechas para desperdiciarse", decía Bukowski. Desde luego, antes que nada y después de todo, la vida, me dije al terminar de vestirme. Claro que "El Viejo Indecente" fue mejor bebedor que poeta y por eso llegó a viejo el indecente, pensé.

Y salí a la calle, arrastrando mi bien disimulada pesadumbre bajo un cielo gris, a comprar el disco de Patxi Andión que acababa de escuchar en la radio. El dinero me alcanzaba para eso y otra botella, esta vez de tequila, con su respectiva guarnición de cerveza y limón, y para tomar un taxi a Garibaldi en mitad de la noche, otra vez borracho y, ya entrado en gastos, compartir mi borrachera con la puta potable (si la miseria de Dios me hacía el mísero favor) que tuviera más tiempo bebiendo sin bañarse ni dormir en una cama. Para eso me alcanzaban los huesos y la carne, el hígado y el colon, el cerebro y el corazón... Por adrenalina y neuronas en rebeldía, yo no paraba nunca, siempre que se tratara de evadir la depresión. Algo me decía/predecía que sería cíclica y duraría, por lo menos, una década... valga la cacofonía.

Y para eso me alcanzaron las horas y las noches con sus días imperceptibles, antes de que una patada en la espalda me despertara de la pesadilla en el piso de aquella celda poblada de frío brutal y fría brutalidad, así como de un silencio despedazado a gritos y carcajadas, golpes metálicos... estrépito multiplicado hasta el infinito por un eco demencial. Tenía derecho a una llamada que, desde el sótano del ingenio, desperdicié fingiendo que hablaba con un abogado bastante culero, cabrón, hijo de la chingada y todo eso, además de mañoso, trinquetero y canijo, por no mencionar su espantoso rostro, ni el sombrero sobre su calvicie orificada o cacariza y, mucho menos, su ojo falso que filmaba y grababa todo, ni su fierro asesino de grueso calibre. Contra mi voluntad, menguada como rata bajo la lluvia antes de ser aplastada por un camión, regresé a la jaula en donde la dureza de cemento y metal encerraba un aire saturado de hedor urinario. Al día siguiente, me rescató como siempre una mujer a la que odio, literalmente, desde que nací.

Pero no todo era triste en mi vida. La luna brillaba y la constelación de nácar dibujaba animales obesos y salvajes sobre la oscuridad que le servía de fondo y superficie. Los pajaritos cantaban al salir el sol. Los niños jugaban y, si eran obedientes, sacaban buenas calificaciones, se lavaban las orejas y los dientes, y comían avena todos los días, sus padres los respetaban; mientras las colegialas más apetecibles de la época se ponían en huelga de ropa interior y, sin pensarlo, hacían La Revolución... a saber en qué lugar del mundo o la imaginación intoxicada con alcohol y soledad, además de pestilencias tumultuosas, agresiones tóxicas, emanaciones asesinas -la cotidianidad de mi nicho en Ciudad Gasolina-, así como de influencias igualmente nocivas, digamos, como la de Patxi Andión. "Fea como la soledad de los enfermos". Nunca pude conseguir ese disco. ¡Ah! Ojalá la amargura que destilo ahora fuera cerveza, para que su abundancia devorara las lúgubres articulaciones de mi esqueleto y el autor de su paso por tremedales dipsómanas terminara caminando como Charlton Heston.

Alguien o algo me dijo que Melanie Griffith, además de ser alcohólica, tiene un esposo llamado Antonio Banderas que le brinda su "apoyo moral" (cuando la mujer recae, el marido le receta reverenda golpiza), y la actriz tiene una hija de dieciocho años (más bella que su madre, por cierto) con serios problemas de adicción a las drogas y el alcohol. Melanie está invirtiendo todo su tiempo, dinero y esfuerzo (Sección Amarilla, dixit) para salvar a su hija. Y los paparatzis, como siempre, andan a la caza del ingreso o la salida de esta espléndida actriz a la sucursal en turno de Alcohólicos Anónimos, cuando la señora dedica su tiempo libre a tratar de convencer a enfermos como ella de que "entren en razón" (así, entre comillas, porque yo, que soy medio baboso -y por eso leen este blog- comienzo a tener muy serias dudas).

Mel Gibson, recordé, bebía siete cervezas diarias, hasta que, para librar una detención policíaca por conducir en estado de ebriedad, tuvo que aceptar la condición de acudir durante un año a Alcohólicos Anónimos. "Hola, mi nombre es Mel Gilbon y soy alcohólico. No soy anónimo, soy mundialmente famoso y archimillonario, y sigo bebiendo siete cervezas diarias, porque eso es lo de menos; el problema es que a veces se me pasa la mano y entonces tengo que desintoxicarme y burlarme de todos, haciendo estas faramallas... tan publicitarias". Con el escándalo de la ebriedad al volante, salió a relucir el antisemitismo que también asomara en La Pasión de Cristo (una película morbosa y fanáticamente religiosa, o religiosamente fanática), porque al ser arrestado, Gibson balbucía que todo era culpa de los judíos.

Yo, en cambio, al contacto de mis huesos con el cemento, pensaba que Lee Remick y Jack Lemon fueron en Días de vino... (que mi adolescente recuerdo reduce a una secuencia dramática) lo que Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quien teme a Virginia Wolf?, de Mike Nichols (1966), con el precedente de Días sin huella -hermoso título-, de Billy Wilder (1945), que no he visto, dicho sea aquí entre nos (pero tampoco se lo digan a nadie, ¡porque los mato como ratas!).

Publicada originalmente en 1962 como obra de teatro en tres actos, ¿Quien teme a Virginia Wolf? es la cumbre del dramaturgo Edward Albee. La encarnación de sus personajes por una pareja de grandes actores que, en la vida real, recurrían cotidianamente al alcohol para tolerarse, resultó una apoteosis. Pero más importante en mi época fue el hecho de que John Huston dirigiera Bajo el volcán (1984) para saldar la deuda de su espíritu con la obra maestra de Malcolm Lowry, publicada en 1947 con ese nombre. El libro es una climática visión/revisión de pasado y presente sin futuro, en permanente estado de ebriedad, nada ligera o divertida, ni fácil de leer (mucho menos, en estado inconveniente... de sobriedad). No obstante, la cinematografía tiene por vocación hacer más accesible para todos el contenido de la vida y la literatura, valga la redundancia. Por eso hay otra película -quizá lo mejor de todo el cine mexicano reciente- basada en esta novela. Mezcal (2004), de Ignacio Ortiz, cambia Cuernavaca, Morelos, al pie de los volcanes Iztaccihuatl y Popocatépetl, por Parián, Oaxaca, mítico lugar en donde concurren todos los caminos y desde donde parte la imaginación a todos lados, sin salir nunca jamás de allí. Oaxaca, la tierra del mezcal, esa bebida espirituosa que ("para todo mal, mezcal, y para todo bien, también") saca a nuestros demonios del olvido y la oscuridad del interior para que nos enfrentemos a muerte... Oaxaca, decía, concentra a una de las poblaciones que más cerveza consumen en este planeta (acaso en otros, igual). La cinta culmina con la caída fatal de una mujer ante el telúrico galope de caballo sobre un puente bajo la tempestad que mantiene al resto de los personajes dentro de una taberna, bebiendo (también Bajo la tormenta, de Shakespeare, deja ver su influencia en esta obra, dicho sea entre displicentes paréntesis, de soslayo y despreciativo paso). Aunque se trata de Lowry, imbuido aquí hasta el paroxismo de la deshinibición etílica por el mexicanísimo Día de Muertos, yo siempre sentí la influencia de Juan Rulfo en el ambiente... "Ojalá que hoy sí se nos muera, doña Plétora", le dice un borracho a una vieja que todas los días espera despertar muerta. "Dios l'oiga, don Plácido", contesta ella, "Dios lo oiga" (1).

Bajo el volcán, por cierto, es casi autobiográfica, como Adiós a Las Vegas, de John O'Brien, un escritor alcohólico (para variar) que, dos semanas después de firmar el contrato para llevar el libro a la pantalla y poco antes de cumplir 34 años de edad, se suicidó. Punto. El señor ni siquiera quiso ver la adaptación cinematográfica de lo que sería, finalmente, su testamento, y que terminó siéndolo, así la novela tuviera cinco años de publicada.

Nicolas Cage, por su parte, estuvo bien para ser Nicolas Cage, y Adiós a Las Vegas caló hondo por ser 1996, el año de su estreno en México. La vergüenza del Óscar, además de estar de más, está por demás decirlo, es lo de menos... ¿me explico? Personalmente, me basta con un dato para descreer de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Estados Unidos (vaya nombre rimbombante para avalar un espectáculo pomposo de glamoroso vacío). Que Jane Fonda no obtuviera un Óscar por su magnífico papel en Baile de ilusiones (1969), de Sydney Pollack, es simplemente inaudito, inconcebible... La mejor actriz del siglo pasado también personificó el alcoholismo en uno de sus trabajos menores. A la mañana siguiente (1986), de Sydney Lumet, platea una resaca singularmente cruda, pesadillesca: despertar con amnesia y un cadáver al lado (¿será acaso peor que despertar a patadas en una cárcel?).

En El pasado me condena (1971), de Alan Pakula, Jane Fonda tiene, por lo menos, dos monólogos improvisados y los dos son geniales. En uno cuenta una "historia" mientras se desnuda totalmente ante la pasiva mirada de un anciano, que le paga para eso, y el otro es una sesión con su sicoanalista, que nunca aparece en pantalla, si no mal recuerdo, y esta secuencia es "refriteada" (en mejores palabras, vil plagio) por Adiós a Las Vegas. Preciosas prostitutas, en ambos casos. Terapias monologadas con un sicoanalista que no aparece en pantalla. Sórdidos relatos de mujeres al servicio sexual de hombres más o menos brutales. Con la sutil diferencia de que Elizabeth Shue, cuyo personaje es entrañable, no improvisa nunca, se ajusta siempre al guión y la dirección de actores. Su actuación aquí es más que perfecta, pero su carrera tampoco es, ni por asomo, lo que ha significado para muchos de nosotros la vida y el trabajo de Jane Fonda (obviando, por supuesto, sus justificadas inversiones de dinero en grandes cantidades). Inclusive la voz de la actriz principal en la mejor película de "todos los tiempos" (Julia, 1977, de Fred Zinnemann), tiene un papel protagónico en secuencias tan memorables como sus improvisaciones (sobre todo, monólogos, porque los golpes que le propina a Jennifer López resultan más bien... otra cosa), y ese aspecto es anulado por los doblajes para la televisión...

En eso pensaba yo, al levantarme de la cama con mi ruinoso cuerpo esta ruidosa tarde. Ojalá tuviera hoy la fuerza de aquellos días (los de "fea como la soledad de los enfermos") para meterme a bañar con una botella de ron o tequila (de vodka, entre otras cosas, como en Adiós a Las Vegas... jamás). Ojalá tuviera hoy una botella de ron o tequila, para tomármela siquiera desde mi lecho de enfermo. Ojalá fuera yo Bukowski para beber ahora una inmensa cantidad de cerveza combinada de vez en cuando con un trago de whisky y el beso de una joven y hermosa mujer ("vas bien, querido Iván, muy bien, cada vez estás mejor"... ¡Sí, cómo no!). Ojalá tuviera el hígado y el colon, el cerebro y el corazón, los huesos y la carne de aquel entonces, para resistir con singular entusiasmo y musical alegría semejantes agresiones. Pero mi realidad inmediata, cotidiana, más allá del cine y la literatura, es la de una cantidad inconfesable de vino (descompuesto, que es lo peor), dos semanas sin bañarme (por segunda vez), cuarenta días encerrado (en compañía de la barbarie de mis vecinos), y sin comer... Iba a escribir que, además, sin tocar otra piel, pero tengo por allí una antigua funda de viaje y el recuerdo táctil de mi propio cuerpo. Tenía un año sin beber y, al parecer, los periodos de abstinencia se prolongan en la misma proporción que las recaídas.

Ah. Pero... esta historia, por lo dicho, por lo pronto y por supuesto, continuará. Por hoy es todo. Ya me voy, ya me estoy yendo, ya me fui.

¡Salute!

(1) Obviamente, la mujer no se llama Plétora ni el hombre Plácido. Esto es para efectos de lectura provisional, mientras el autor consigue una copia de la película...

[] Iván Rincón 11:21 PM